jueves, 16 de diciembre de 2010

El Sheriff y los villanos


Solía salir disfrazado de sheriff, armado con una pistola de juguete. El detalle tiene su miga, en un hombre que ha rebasado con mucho las cinco décadas de existencia. Para los niños de hoy, un sheriff es el simpático y bienintencionado Woody de 'Toy Story'. Para él, algo a medio camino entre John Wayne y Clint Eastwood, como mucho pasado por el tamiz de Gary Cooper. En cualquier caso, un tipo que extirpa el mal del mundo con buenas dosis de mala leche y medicina de plomo del calibre 45.

Se tropezó con el mal. Eso no se lo puede discutir nadie. Porque malo es estar trabajando, tan tranquilo, cobrando tu sueldo de albañil, alto o bajo (y en los tiempos de 'brick rush', o fiebre del ladrillo, no estaba nada mal) y de golpe y porrazo dejar de cobrar por el trabajo que has hecho durante todo un mes. Los dueños de la empresa te piden comprensión, que la cosa está muy mala, que nadie paga, nadie fía, nadie compra. Y tú tienes que acordarte de cómo hasta ayer mismo los billetes pasaban en manojos por sus manos, y ver el coche que todavía tienen, y saber de las casas que se han hecho en el pueblo y en la playa. Porque tú no sabes (ni tienes que, ni quieres saber) que el coche están a punto de perderlo en cuanto no paguen un par de letras más, o que las casas están puestas de garantía de un préstamo que no pueden devolver. Tú pones ladrillos, con eso te basta.

Y después del primer mes viene el segundo. Y luego el tercero. Y a continuación el cuarto. Se te infla todo lo inflable y te metes en abogados, que sabes que los salarios van primero, y que te paguen a ti y luego se entiendan con el banco. Y entonces, cuando ya son cinco los meses que se deben, y ante la amenaza de embargo del juzgado, van y te dan el dichoso cheque.

Pero eso no es sino un espejismo más. Porque al llevarlo a la caja de ahorros del pueblo, los dos chupatintas que están allí, con su calefacción y su oficina limpita, te dicen que el cheque no tiene fondos, que te puedes llevar el papel de vuelta a casa y hacer con él una pajarita o darle otro uso más acorde a su valor, y te plantan tan frescos en la puerta sin saber que ese papel era la forma de recuperar tu dignidad, de cobrarte tu sudor, de no ir por ahí con la cara de tonto del que se ríen los demás.

Ahí es donde vienen en mala hora John Wayne y Clint Eastwood, donde al santo Gary Cooper se le funden los plomos y se vuelve como los otros, donde el amable Woody no aparece ni se le espera por ninguna parte, porque es patrimonio legítimo de niños con todas sus necesidades cubiertas en bonitas casas unifamiliares donde sigue entrando cada mes el sueldo de los trabajadores protegidos, y no la paga volátil que toca al paleta por su mugre y su deslome a mayor gloria de la puta burbuja.

Y entonces el sheriff sale a la calle, pero no con la pistola de plástico, sino con un escopetón de verdad, de esos que llevan en las dos bocas oscuras el alma rabiosa de la España negra (sí, también aquí, en este recóndito y hermoso rincón de la Garrotxa, Cataluña profunda). Y va a por los villanos, que en su cerebro nublado de rencor, de derrota, de frustración y acaso de locura, son esos dos constructores que (siente, irreparablemente ya) se rieron de su esfuerzo y esos dos privilegiados a sueldo de los vampiros financieros (así los siente él, también irreparablemente) que le escupieron a la cara su insolvencia vestida de cheque sin fondos, de papel mojado, de diploma de paria.

Va a por ellos, metódico, furioso, implacable. Y escribe otra historia triste, inútil, absurda. Tampoco los sheriffs de película, a menudo, les metían el plomo a los verdaderos villanos